Comentario
Tras regresar de Italia en enero de 1631 Velázquez retomó las obligaciones del Alcázar donde las dejó. Al poco de emprender el viaje había nacido el Príncipe heredero y Felipe IV esperó el regreso de su pintor favorito para efigiarlo en dos memorables retratos, especialmente el del Museo de Boston, en compañía de un desconfiado enano, contrapunto al majestuoso aplomo y a la trascendencia dinástica del Príncipe. Con este retrato del Príncipe Baltasar Carlos (c. 1631) Velázquez inició las series infantiles culminadas en Las Meninas y, a la vez, retomó la obligación de retratar a los miembros de la familia real. Durante dos décadas el pintor fue desgranando el más deslumbrante conjunto retratístico de Europa: el Rey, las reinas, los infantes, algún funcionario, visitantes ilustres, desconocidos, bufones y enanos. En paralelo con esta actividad, Velázquez fue acumulando cargos palaciegos y el papel de retratista se enriqueció con el de arquitecto decorador de los distintos palacios reales, contribuyendo decisivamente -lo mismo que J. B. Crescenzi- a la implantación de las modas italianas en la corte. En el Panteón Real de San Lorenzo de El Escorial el clasicismo herreriano dejó paso al pleno barroco.
Para el Salón de Reinos del palacio del Buen Retiro, construido vertiginosamente por iniciativa del Conde-Duque de Olivares en los primeros años de la década de 1630, pintó Velázquez cinco grandiosos retratos ecuestres de Felipe IV, su mujer Isabel de Borbón, sus padres Felipe III y Margarita de Austria, y del Príncipe Baltasar Carlos (Madrid, Prado, c. 1634-35), combinando sabiamente las influencias de Tiziano y Rubens, con su característico tono sobrio y distante para crear verdaderos arquetipos barrocos de la majestad real. Constituían la parte más significativa de un ciclo decorativo, ideado probablemente por Velázquez, para glorificación de la monarquía española (retratos reales), desde sus orígenes míticos (Trabajos de Hércules, por Zurbarán) hasta los más recientes triunfos militares, entre ellos Las lanzas o La rendición de Breda (Madrid, Prado, c. 1634-35). Esta es probablemente la pintura de más calidad de todo el conjunto, dominando con su trabada estructura compositiva, las maneras elegantes de los generales y el infinito paisaje.
En la serie del Buen Retiro quedan definidos los modos más personales del paisaje velazqueño, cuyo protagonismo es equivalente al de las figuras. La recreación pictórica de las laderas del Guadarrama por Velázquez es fruto de sutiles combinaciones de azules, verdes agrisados y blancos, en una atmósfera de cristalina frescura en que cabalgan los regios personajes. Lo mismo ocurre en el paisaje de Breda, inventado por el pintor a partir de documentos topográficos de carácter militar y concebido en picado, como los paisajistas flamencos contemporáneos. Las lejanías infinitas con las humaredas y la bruma del campo de batalla, fundidas con la perspectiva aérea y vistas a través de las picas, componen el mejor paisaje de Velázquez, aun cuando esté al servicio de un cuadro de historia.
Por su temática, el Retrato ecuestre del Conde-Duque de Olivares (Madrid, Prado, 1638), vestido con galas de general, conmemora la toma de Fuenterrabía a los franceses, aunque el valido no se halló presente en la contienda. Su marcado carácter adulador surge también en La educación del Príncipe Baltasar Carlos (Cheshire, duque de Westminster, c. 1636), donde el Conde-Duque, en presencia de otros caballeros y de los Reyes, vigila los ejercicios de equitación que ejecuta el heredero. Los jardines del Buen Retiro son el marco de este acto de Estado que combina el retrato con la narración, como si fuera un hecho cotidiano, un anticipo de Las Meninas.
Las obras decorativas de la Torre de la Parada, un cazadero reconstruido hacia 1634, contaron con un gran ciclo mitológico basado en las "Metamorfosis" de Ovidio, escenas de cacería y animales realizado por Rubens y su taller, y entregado en 1638. Velázquez asumió funciones de arquitecto decorador, organizando las pinturas, y pintó tres importantes retratos de Felipe IV, el Infante D. Fernando y el Príncipe Baltasar Carlos en traje de caza (Madrid, Prado, 1635-36). Como los ecuestres, son retratos a cielo abierto, emplazados en las umbrías de El Pardo, con escopetas en actitud muy relajada y acompañados de buenos mastines. Carecen de precedentes en la pintura española, entroncando con algunas imágenes de Carlos I de Inglaterra, pintadas por Van Dyck. Velázquez prescinde de la afectación del maestro flamenco y sitúa las figuras con naturalidad, sin retórica, en fondos de paisaje con planos inclinados y cortantes crestas montañosas.
En el de Felipe IV en traje de caza puede observarse que el modo de proceder del pintor a la hora de enfrentarse al lienzo blanco es completamente heterodoxa desde el punto de vista del academicismo pictórico. Velázquez acomete directamente las telas sin la mediación del dibujo preparatorio previo, ni su traslado al lienzo. En este proceder alla prima surgen arrepentimientos y correcciones, leves cambios de plan en la colocación de una mano o de cualquier otro detalle. Lo que no interesa se elimina sobre la marcha, pero a veces el tiempo saca a la superficie estos arrepentimientos. En el Felipe IV estas correcciones afectan a las piernas, las manos y el cañón de la escopeta. Indirectamente ayudan a la técnica de contornos indefinidos del pintor, simulando una especie de movimiento del modelo captado fugazmente como en una imagen fotográfica.
Durante toda su vida Velázquez estuvo en contacto con sus propias obras, de modo que, en muchas de ellas, la cronología no puede tomarse como un valor absoluto, porque habiendo sido pintadas en una época fueron posteriormente repintadas por el maestro. Así, El geógrafo (Rouen, Musée des BeauxArts), realizado poco tiempo después de instalarse Velázquez en Madrid, fue repintado a fines de la década de 1640, sin que sea el único caso de este proceder, más comprensible cuando se trata de actualizar el rostro de algún personaje, como ocurre en algunos retratos de Felipe IV. Convendrá recordar a este propósito que Rubens, durante el viaje de 1628 a Madrid, repintó y agrandó la Adoración de los Reyes (Madrid, Prado), que él mismo había realizado en 1609 para el Ayuntamiento de Amberes y que Felipe IV adquirió en 1623 en la almoneda de don Rodrigo Calderón.